El Espíritu Santo libera a los humildes y derriba a los soberbios
La Palabra recuerda en Proverbios 15:13 que “el corazón alegre hermosea el rostro”, invitándonos a asumir la responsabilidad de transmitir alegría a quienes nos rodean. La verdadera esperanza es definida por Hebreos 11:1: la fe es la certeza de que lo que soñamos con Dios ya nos pertenece, aunque aún no lo veamos.
La predicación invita a recordar y acompañar al que sufre, porque allí donde se contagia la alegría del cielo, Dios levanta profetas. La felicidad no proviene de las personas, sino de Dios: “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”. Por eso se nos llama a tener sed de Dios y a reconocer el rostro de Cristo en cada hermano, incluso en aquel con quien tenemos dificultad.
Se exhorta al perdón auténtico: no basta decir “lo dejo en manos de Dios” si el corazón guarda rencor. Hay que pedir la gracia de perdonar, porque los sueños que se sueñan con Dios, Él los cumple y rompe las cadenas que roban la paz.
El maligno siempre tentará diciendo: “no esperes más”, pero Dios promete algo distinto:
“Por el poder del Espíritu Santo, sus hijos e hijas profetizarán”, es decir, lo que hoy parece imposible, mañana será testimonio vivo en tus hijos. Por eso se anima a escribir los sueños, entregar el dolor al Señor y dejar que Él expulse la tristeza, la ruina y la división para darnos su paz.
Jesús declara: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. El enemigo busca destruir, pero Cristo trae vida. Su gracia y justicia nos fortalecen; incluso las debilidades se convierten en espacio donde Dios perfecciona su poder y nos enseña humildad.
Dios permite momentos de “desierto” para aprender a amarlo y vencer al maligno. No se trata de sentir, sino de creer. Si mantenemos la fe, veremos la gloria de Dios.
“Los pinceles que Dios utilizó para dibujar los ojos de la Madre, los guardó y los sacó luego para hacer los tuyos”
