Hacerse todo para todos

“Unidad y Profecía - Apóstoles Pedro y Pablo” (Gn 41,55)
2021-06-hacerse-todo-para-todos

“No necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, sino la alegría del mundo venidero; ni proyectos pastorales eficientes, sino pastores que entregan su vida como enamorados de Dios. Pedro y Pablo así́ anunciaron a Jesús, como enamorados”, exhortaba el Papa Francisco el año 2017 en la fiesta de los dos apóstoles.

Al hacer memoria de los dos apóstoles de Roma, me gustaría compartir con ustedes dos palabras clave: unidad y profecía.

UNIDAD. Celebramos juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba sus días entre remos y redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las sinagogas. Cuando emprendieron la misión, Pedro se dirigió́ a los judíos, Pablo a los paganos. Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y Pablo no se avergonzó́ de relatarlo en una carta (cf. Ga 2,11ss.). Eran, en fin, dos personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos, como en una familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino del Señor. Él no nos ordenó́ que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es Él quien nos une, sin uniformarnos, nos dice en las diferencias.

La unidad es un principio que se activa con la oración, porque la oración permite que el Espíritu Santo intervenga, que abra a la esperanza, que acorte distancias y nos mantenga unidos en las dificultades. Ya nos lo recordaba Jesús en su oracion al Padre: “Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. (cf. Jn 17,21). Porque, la desunión es obra del padre de la mentira, del padre de la discordia, que siempre busca que los hermanos estén divididos.

El testimonio de esa comunidad es vital porque nadie decía: “Si Pedro hubiera sido más prudente, no estaríamos en esta situación”. Ninguno. Pedro, humanamente, tenía muchos motivos para ser criticado, pero ninguno lo criticaba. No hablaban mal de él, sino que rezaban por él. No hablaban a sus espaldas, sino a Dios. Y nosotros hoy podemos preguntarnos: “¿Cuidamos nuestra unidad con la oración? ¿Rezamos unos por otros?”. San Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en primer lugar, por los que gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3).

PROFECÍA. Los apóstoles fueron provocados por Jesús. Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que soy yo?” (cf. Mt 16,15). En ese momento entendió́ que al Señor no le interesan las opiniones generales, sino la elección personal de seguirlo. También la vida de Pablo cambió después de una provocación de Jesús: «Saúl, Saúl, ¿por qué́ me persigues?» (Hch 9,4). El Señor lo sacudió́ en su interior; más que hacerlo caer al suelo en el camino hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre religioso y recto. Entonces el orgulloso Saúl se convirtió́ en Pablo, que significa “pequeño”. Después de estas provocaciones, de estos reveses de la vida, vienen las profecías: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18); y a Pablo: «Es un instrumento elegido por mí, para llevar mi nombre a pueblos» (Hch 9,15).

Por lo tanto, la profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía. Sólo quien se abre a las sorpresas de Dios se convierte en profeta. Y aquí́ están Pedro y Pablo, profetas que ven más allá́: Pedro es el primero que proclama que Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16); Pablo anticipa el final de su vida: “Me está reservada la corona de la justicia, que el Señor me dará” (2 Tm 4,8).

Hoy necesitamos la profecía, una profecía verdadera: no de discursos vacíos que prometen lo imposible, sino de testimonios de que el Evangelio es posible.

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